Colectiva

TRÓPICOS

27 de Septiembre / 15 de Noviembre 2015

 

Trópicos: Paralelismos entre los silencios

“El arte de nuestro tiempo aturde ruidosamente con exhortaciones al silencio.
He aquí un nihilismo coqueto, incluso alegre. Reconocemos el imperativo del silencio, pero igualmente seguimos hablando"
Susan Sontag
Lo que usted verá (o ha podido ver en Trópicos) podría ser presentado como un discurrir, uno en el cual la linealidad de discursos no existe. En ese discurrir prescindimos del equilibrio, y en su caso, aprovechamos el entramado. Esta exposición colectiva recibe las obras de un poco más de una veintena de artistas, cuyos hilos conductores de sus líneas de investigación podrían en principio ser los contextos, luego, los entramados paisajísticos, los alcances y desniveles topográficos. Finalmente convergen en una exhortación al silencio que, tácitamente, involucra el andar del ser humano.
Estas imágenes avivan una fuerza ruidosa, paisajística, abstracta y arquitectónica –como en las intervenciones registradas por Luis Villamizar en Suicidio, o como lo ha llevado a cabo Adrián Pujol con Horizonte incierto, quien con una enorme pieza de bronce plantea una horizontalidad inusual, que no solo nos hace pensar en lo paradigmático del material sino en la poca certeza de la finitud. Esa fuerza ruidosa también florece en las piezas de Umberto Pepe, en Tacoa, o en la bíblica Ciudad Sión (ornato) de Oscar Abraham Pabón en donde el ornamento sobrevive en medio del reino de la pobreza y el caos. De esta suma de imágenes descuellan profundos silencios, una profunda presencia de espinosas consideraciones. En el mejor de los casos se consigue meditación una vez la tragedia se ha presentado y ha echado todo por la borda. Las obras en Trópicos acuñan el sello del silencio no pasajero para quedarse in situ a través de los paralelismos parlantes.
Acá pareciera no estar la presencia humana, pero es sólo aparente pues está tan presente como la propia existencia, quehacer vital: vea la fotografía de Ángela Bonadies, Panorámica de Caracas, o la videoinstalación Otra ciudad de Gabriela Gamboa; encuéntrese también con I Wish You Were Here de Luis Romero, o con la pintura Sin título de Claudio Rodríguez, con Viajando con Pedro de Terán; tópese con la fotografía en blanco y negro de autor desconocido o con Motorhome de Luis Simón Molina Pantin. En tan solo esta suma de piezas se presiente esa vereda recorrida por el hombre dejando su estela. En cada una de estas imágenes hay atmósferas múltiples y son el resultado de lo que fue, de lo que pasó y, posiblemente, ese ser no encuentre boleto de vuelta. La certeza atañe más bien a ese espacio y aquel paso humano, no a las presencias de este último. De allí que esta muestra responda a búsquedas ontológicas desde la mirada a lo externo: se multiplican las lecturas a pesar de lo particular que veamos.
Estos trayectos de vecindad creativa y filosófica se activan, y son conducidos hacia caminos heterogéneos: los destinos son inciertos y vienen ricamente dados por los ángulos de lo que la mayoría de estos artistas ven y, sobre todo, cómo lo ven. Catamarca, de la serie Traslaciones, de Miguel Braceli, las polaroid en Instantáneas de Juan Pablo Garza. Ontología del espacio, cuando este cobra su ser dentro de la imagen en sí misma: Aparición de Félix González Torres. Territorios locales –muchas veces-, sin ser las únicas puertas de salida o de entrada: Las tres palmeras del Castillo de San Carlos de Christian Vinck, o la serie de pinturas sobre madera del paisaje del oriente de Venezuela de Víctor Julio González. En suma, estos juegos de vistas horizontales remiten, al menos para mí, a la alegre honestidad del silencio que, de manera cíclica, nos conlleva a hablar. “Aturden ruidosamente”. Y de allí ese nihilismo coqueto del que habla Susan Sontag en su fascinante ensayo “La estética del silencio”: Trópicos guiña el ojo a la existencia entre el arte, el ser y sus silencios, los discursos y sus paralelismos.
Sin embargo, en esta exposición el nihilismo no es la creencia y menos ideología; estas pueden brotar de manera fortuita. Como la rotación de la Tierra alrededor del sol, o como el necesario antagonismo que se dan entre los Trópicos de Cáncer y de Capricornio, los discursos no se desconectan. Si le parece inverosímil, dialogue con las piezas de Cristian Guardia y con la de Milton Becerra y las notará danzar el ritmo de la correspondencia: ofrecen movimientos rotativos tanto de las imágenes en tanto signos como también sus estados más puros en sus formas plásticas. Por eso en Trópicos usted se asoma a través de un portal de múltiples campos discursivos y géneros expresivos para permitir, a través de varias intersecciones, diversos encuentros: entre ellos el esencial es, a la par que abierta y parlante, el entablado entre el ser humano y los medios, sean contextuales, materiales o situacionales.
Joan Fontcuberta en su influyente trabajo El beso de Judas emite una pregunta en torno a la fotografía, pero que para mí taladra a las artes en general al día de hoy. Parafraseándolo: ¿Aún hay quienes no abandonan la impresión de que la fotografía es una tecnología al servicio de la verdad? Y el arte, insisto, incluyéndolo en la pregunta. Cuando Fontcuberta formula esta interrogante lo hace bajo una prerrogativa interesante, dice:
“La cámara testimonia aquello que ha sucedido; la película fotosensible está destinada a ser un soporte de evidencias. Pero esto es solo apariencia; es una convención que a fuerza de ser aceptada sin paliativos termina por fijarse en nuestra conciencia. La fotografía actúa como el beso de Judas: el falso efecto vendido por treinta monedas. Un acto hipócrita y desleal que esconde una terrible traición: la delación de quien dice precisamente personificar la Verdad y la Vida”.
Esa necesidad de veracidad impuesta a la fotografía no es más que una candidez que camufla “mecanismos culturales e ideológicos que afectan a nuestras suposiciones sobre lo real. El signo inocente encubre un artificio cargado de propósitos e historia.” El resto de las artes puede camuflar lo mismo. El arte finalmente es una oportuna traición a nuestras creencias para permitirnos entablar nuevos entramados discursivos. Muestra de ello lo constituyen los trazos de los dibujos de Ara Koshiro, o las piezas de Yuri Liscano de la serie Archivadores, ni por decir lo menos de las fotografías de Claudio Perna que cuando nos trasladamos con ellas a las alturas satelitales, hacen que el postulado de Fontcuberta abra el eterno y apasionante camino sobre la veracidad del arte. Pero algo a subrayar: esa búsqueda es realmente apasionante cuando, como cual intrusos, aparecen la suspicacia oradora y crítica.
Entre todos estos artífices que participan en Trópicos se urden franjas de encuentros y desencuentros. Todos plantean sus propios devenires y abren paso al silencio para quien quiera interpretar o contemplar, o ambas. Entre tantos paisajes no espere lealtad a la escena, estos artistas han transgredido lo real visual evidente, para asomar nuevos rasgos.
Para cerrar, me acojo a una última referencia, a George Didi-Huberman en un ensayo muy honesto titulado “La exposición como máquina de guerra” cuando plantea el término Dekraum para darnos a entender que las exposiciones de arte deben ser “espacios para el pensamiento”. Coincido con él, como también cuando manifiesta que deben propiciar “una forma visual de conocimiento que es un cruce de fronteras entre el saber puramente argumentativo y la obra de arte.” Con esta exposición la búsqueda es que “sigamos hablando”, tal como lo planteó Sontag.
Grisel Arveláez
Septiembre de 2015